Por Cristián Opazo

I.

—¿Cuándo?

—No me acuerdo. Del tono, sí. De la sensación, de ese morbo de hablar de lo prohibido, todavía.

Aún es curioso ponerle nombre a los cuerpos de esas conversaciones prohibidas.

De ellas, la primera debió ser sobre La azarosa y sobreexpuesta vida de Enrique Alekán, la colección de crónicas publicadas, bajo heterónimo, por Alberto Fuguet, en la primavera del ochentaiocho. Por supuesto, creo, nos saltamos las palabras y las diatribas anti-neoliberales de la crítica que, a mí, me parecían soporíficas, para reparar en cómo se movían las piernas de ese yuppie excepcional, Alekán, en las cosas que sus manos palpaban, en los sonidos que sus oídos absorbían, en las palabras que se le resbalaban por los labios que, como capitalino high class, nunca abría del todo.

“En este libro no están las reglas de la comunidad, sino las del cruising que, irresponsable, permiten el contacto fugaz entre El Chacal de Nahueltoro, los pobladores de masculinidad inquebrantable que filma Patricio Guzmán. El Charles Bronson Chileno retratado por Carlos Flores, Cerda Punk, La Manuela figurada por José Donoso, los yuppies de doble vida de Fuguet, los esposos torturados espiados por Simonetti, las pobladoras de furiosas auscultadas por Diamela Eltit o el coro de travestis que, en la imaginación de Lemebel, bailan en la última noche de la unidad popular”

Carl Fisher, en esta memoria, Carl, insistió: “fíjate en que Alekán quiere ser padre, pero no tiene palabras para imaginar el contrato (afectivo, familiar, sexual) que le permitiría serlo. Rápido, coincidimos en que los anglicismos, sobre todo la cita a “If I Could Turn Back Time”, de Cher, o “Rush, Rush”, de Paula Abdul, eran la táctica de una voz contradicha que buscaba en los extranjerismos un código para nombrar lo que, en el español de Chile, se hacía con puros improperios.

No tarareamos las canciones. Ya no sé si las mencionamos. Pero, sí, reímos, por supuesto, creo. E imaginamos que, tal vez, en Midtown Manhattan, Alekán se cruzó con Lorenza, a la que yo solo conocía por el nombre de pila. “Lorenza Böttner”, apuntó él —antes que Paul Preciado la llevara al estrellato póstumo y el NYT, sin querer quedarse atrás, la saludara en su obituario, también estelar, “Overlooked” [1]—. Y, yo, que desconocía el apellido —mis fuentes eran dos relatos torcidos, uno de Bolaño, otro de Lemebel—, lo repetí fingiendo haberlo tenido en la punta de la lengua. La misma lengua con la que Lorenza, la performer chilena amputada de brazos el 69, radicada en Múnich el 74, emigrada a NYC el 84, se acomodaba los pinceles dentro de la boca, cuyo mango presionaba con los labios, para pintar cuerpos desarmados mientras bailaba, esta vez, “Cold Song”, de Klaus Nomi.

Sepan disculpar las divagaciones. Lo prohibido era eso, la lengua, la imaginación sobre ella. La lengua, como fonética, léxico, sintaxis, semántica, y como órgano. Según su primera acepción —como código conflictuado—, cuando conversábamos, celebrábamos la diglosia sin pudor porque las escrituras que nos fascinaban tenían tantas heridas ocasionadas por sus lenguas maternas que, cada vez que podían, huían, como Alekán, como Lorenza (el uno, con anglicismos, la otra, guiando la pluma con la boca). Y, de acuerdo con su segunda acepción —como órgano—, cuando hablábamos, nos conmovía pensar que sus papilas eran superficies de contactos pasajeros, en saunas en Midtown Manhattan o en baños turcos en Santiago Poniente. Etimológicamente, supe después, que los contactos nos alentaban más que las ficciones comunitarias: comunidad es deber de inmunidad compartida, responsabilidad; contacto, en cambio, no es más que roce de superficies sensoriales sin fin, como el cruising que practican esos personajes fallidos de Pablo Simonetti o las locas barriobajeras de Pedro Lemebel.

¿Cuándo?

No me acuerdo.

Del tono, sí.

Me acuerdo porque ese tono lo reconozco en estas Locas excepciones: la vía chilena a la disidencia sexual, una exploración por las hombrías contradichas, enclenques, espectaculares, inacabadas, insoportables, siempre, animadas en sus últimos alientos por utopías de segunda mano. En este libro no están las reglas de la comunidad, sino las del cruising que, irresponsable, permiten el contacto fugaz entre El Chacal de Nahueltoro, los pobladores de masculinidad inquebrantable que filma Patricio Guzmán. El Charles Bronson Chileno retratado por Carlos Flores, Cerda Punk, La Manuela figurada por José Donoso, los yuppies de doble vida de Fuguet, los esposos torturados espiados por Simonetti, las pobladoras de furiosas auscultadas por Diamela Eltit o el coro de travestis que, en la imaginación de Lemebel, bailan en la última noche de la unidad popular.

Digo cruising porque este ensayo no busca proyectar una comunidad idílica que, por feliz, suscita angustia. No, este ensayo prefiere pensar en la manera en que individuos irreconciliables en sus diferencias han hecho de la escritura y los juegos de citas un espacio donde poder caminar, encontrase, seducirse, travestirse, escaparse de sí mismos sin más lealtad que la que le prodigan a sus fantasías.[2]

II.

Locas excepciones: la vía chilena a la disidencia sexual, ensayo de Carl Fischer, traducido por Camila Matta y publicado por UAH Ediciones, se inicia con una reconstitución de escena: el rescate de los treintaitrés mineros atrapados en la mina San José. Según el medio de prensa que se haya seguido, entonces, estampita devocional o thriller promocional de la imagen-país (¿qué será de Lawrence Golborne? ¿Recuerdan que hasta se escribió largo sobre su potencia sexual?).

A partir de esta reconstitución de escena —off, sin duda—, este ensayo de Carl Fischer instala una premisa que remece la forma de hacer estudios culturales de/sobre Chile: la urgencia de la crítica —advierte él— no es invertir la jerarquía descendiente con la que se ordenan los términos Estado, nación, comunidad, desde lo más viciado hasta lo más auténtico, sino, más bien, desactivar la matriz común que los informa a los tres. Y, esa matriz común es el principio de excepcionalidad o dogma de una pretendida singularidad que empapa mitos diversos en sus motivos pero afines en su retórica kitsch: desde la raza chilena de Nicolás Palacios y la homogeneidad del carácter primitivo de un pueblo insular celebrada, blandiendo el mismo tropo de la raza homogénea por Gabriela Mistral, pasando por los destellos del iceberg que entronizó el estand de Chile en la Expo Sevilla del 92,  hasta el culto cuasi animista que profesamos a las portadas full color de la revista Times que retratan a quienes lideran nuestros conatos de revolución.

Esta pulsión de excepcionalidad —explica Carl Fisher— activa la herramienta administrativa dilecta del Estado, los decretos de estado de excepción constitucional, bulas en las que se guarda el peso de la noche gótica portaliana que, desde 1929, oscurece hasta el árbol-símbolo de la actual presidencia. También, esta pulsión de excepcionalidad inviste las concepciones de nación que, pese a su afán de pluralidad, traspapelan siempre el cuadriculado luminoso de la wiphala que quiere flamear con los vientos andinos que jamás de detienen en Visviri. Y, por supuesto, la mentada pulsión de excepcionalidad se replica en esas memorias comunitarias edulcoradas donde quienes no logran trepar ni muros ni monumentos para clavar sus banderas quedan siempre en el camino, lánguidos a media asta, aspirados como un fonema que acaba atravesado en la comisura de un labio, tan silentes como la tímida B o tan torpes, fuera de rima, como el signo + que se desvanece en los confines de la sigla LGBTIQ+.

Con esas historias menos épicas conversa Carl Fischer. Por eso,

Al buscar líneas de fuga del pensamiento nacionalista. . . . mi esperanza es inscribir este trabajo, capítulo por capítulo, en la práctica de la “hermenéutica reparadora”. . . . Propongo una historia cultural alternativa de Chile que critica el excepcionalismo al tomarse en cuenta —y abrirse a— las prácticas de disidencia sexual en todas sus formas. De esta manera, la “Chilean way”  también puede modelar cómo las representaciones de género en la producción cultural interrogan las preconcepciones económicas alrededor del mundo. (38)

Pues bien, ¿cómo aparecen/desaparecen las personas queer dentro de este régimen de excepcionalidad? Si la premisa que subyace a la pregunta es la excepcionalidad, responder esta pregunta es el objetivo de Carl Fischer. Y, si la pregunta no es trivial, la respuesta es compleja.

Según demuestra este ensayo, para las personas queer, el riesgo de aparecer/desaparecer es doble: si la desaparición forzada es condición de (sobre)vida, la aparición puede ser condena a la criogenia propia de la conservación en museos o supermercados (eso ha acontecido, por ejemplo, al “congelar” el tropo travesti y serializar, como commodities sin memoria de clase, la constelación de materiales prostéticos asociados a él).

Atento a este riesgo, Carl Fischer reserva un lugar de cuidado a los dobles en su escritura. Ejemplifico, primero, y enseguida comento por qué. Dentro del elenco de dobles que compone, seduce la historia de Fenelón Guajardo, protagonista de El Charles Bronson chileno: idénticamente igual, el filme de Carlos Flores que sigue la pista de un imitador chileno célebre a fines de la década de 1970. En ese Chile, dentro del filme de Flores, Guajardo actúa su propio filme. (A mitad de filme, le cede su espacio a Fenelón, para que la película la haga él). ¿Kitsch?, ¿camp? Cito:

El doblaje de las voces es menos que óptimo, los costos de producción son irrisoriamente bajos y la acción es un compendio ambiciosamente improbable de clichés del wéstern (en medio del norte de Chile, territorio de mineros, en el cabaré de la María Repollo, ahí está la Ñata Guacha, una travesti que canta un tango, cuando, de pronto, Juan Rosas irrumpe en el espacio y, como güiña al acecho, acosa a Rosita, la pareja de Fenelón. Guajardo, quien, como siempre, sale al rescate e, incluso con su brazo enyesado, logra propinarle una gran tunda al bandido Rosas, el Desaforado). (181) [3]

Definitivamente más camp que kitsch, más sentimental que efectista, porque los clichés se superponen con un fin: imaginar un orden donde los golpes calcen con la justicia, el deseo con los cuerpos, los afectos con el amor. A veces, hay que actuar, ser el doble clandestino de uno de mismo, exponerse al ridículo, para que no se nos olvide como se siente estar vivos.

III.

Pero, el desdoblamiento no está solo en la fábula de este libro. También está en su composición. Un libro en traducción quizá sea uno de los artefactos más queer en los que se pueda pensar. Ser queer es perderse, es desviarse, desdoblarse, para no sucumbir bajo los imperativos de las comunidades excepcionales; sobre todo, de sus lenguas autoritarias.[4]

¿Traducir? En las disidencias sexuales el bautismo, en diversa escala, es el primer gesto de afirmación (desde el cambio de la desinencia de género del nombre o el artículo del objeto de nuestros afectos, mi recuerdo naife, hasta los nombres que, en las biografías trans*, al fin autorizan vidas nuevas). Pequeñas traducciones que nos permiten habitar, como decía Fuguet parafraseando a Donoso, la infraestructura del “este país tan copuchento desde donde escribo”.

Quizá, para honrar a esas vidas que están por venir, que están por traducirse, y cuyo ADN soñado es el plasma germinal de las utopías, es que los libros que quieran contar esas vidas, deban escribirse, tengan que leerse, mucho mejor, en traducción. Porque, después de hablar sobre los cuerpos prohibidos y sus locas excepciones, estoy seguro de que no se puede llegar a ser queer sin doblar, sin falsear, aunque sea un poquito, la lengua materna que, tantas veces, no es más que un registro en sordina de la asfixiante lengua del padre.

 

Referencia:

Locas excepciones: la vía chilena de la disidencia sexual, de Carl Fischer, traducido por Camila Matta (Santiago: UAH Ediciones, 2024), 357 pp.

[1] Por cierto, Preciado llegó a Lorenza tras leer el trabajo que, en 2016, publica, en una primera versión inglesa, el propio Carl Fischer. Véase, Evelyn Erlij, La inspiración chilena de Paul B. Preciado”, Palabra Pública, 19 de mayo de 2019, https://palabrapublica.uchile.cl/la-inspiracion-chilena-de-paul-b-preciado/.

[2] Como diría Samuel R. Delany, la condición de posibilidad del cruising es, antes que los individuos, los espacios que propician el contacto entre desconocidos. El ensayo de Carl produce, pues, escenas de contacto. Así, cuando piensa la excepcionalidad en la época de la Reforma Agraria, crea un espacio para que se encuentre, a partir de las cicatrices que dejan entrever sus masculinidades, los personajes de La Batalla de Chile, El chacal de Nahueltoro y el Lugar sin límites. Más allá del encuentro que describe Carl entre tales personajes, la potencia de su trabajo está en que permite que otros —me imagino yo mismo, en el aula—, vea otros encuentros posibles en la escena que el abre: siguiendo esa condición de posibilidad, me imagino cruzando, bajos sus premisas, a Isidora Aguirre (Los que van quedando en el camino), con Mauricio Wacquez (Excesos) y Víctor Jara (La Población). En breve, este libro no describe textos sino, más bien, regala una forma de ordenar la biblioteca chilena, con sus volúmenes monumentales y también con aquellos que se pierde siempre por minoritarios.

[3] La traducción consigue, pues, recuperar, para el español de Chile, la viveza y barroquismo de la escritura inglesa de Carl; nótese la forma en que se enfatizan caracteres mediante el uso de diminutivos (Rosita), arcaísmos (tunda) y sustantivos comunes que, en el uso, son tan propios (güiña).

[4] Este carácter queer de la traducción es bidireccional, por cierto: está en el libro que se escribe una lengua minoritaria y se traduce para “colarse” en el mainstream; y, por cierto, en el libro que, a la inversa, se desvía de esa corriente hegemónica para perderse en la deriva, en el cruising, de los registros locales.