Chile no solo recuerda: administra la memoria de sus mujeres. Decide qué rostros estampa en sus billetes, en sus discursos y en los códices escolares; decide también qué nombres adquieren vejez en expedientes irresueltos, así como también qué rutas vitales se disuelven en una escueta declaración, un peritaje fallido o un titular etéreo. Sobre esta base, no es errado afirmar que la memoria dista de ser un territorio imparcial: es un dispositivo de gestión que, desde su coyuntura política, se ejerce como una forma de control simbólico.
Hoy es 10 de diciembre, fecha en que Chile ensalza el verbo en la labor de relatar la épica de Gabriela Mistral al recibir el Premio Nobel de Literatura en Estocolmo. Se difunde su fotografía tomada desde su costado derecho: abrigo oscuro, canas pronunciadas, su voz contundente y bien articulada afirmando su condición multidimensional de mujer, sudaca, indígena, diplomática y maestra. Se nos insta a recordar: es 1945 y Europa se recompone. Es diciembre en Estocolmo. La nieve se pliega como un manto ceremonial sobre la urbe. Ella se llama Lucila Godoy Alcayaga, aunque el mundo la pronuncia Gabriela Mistral. Sube al escenario de la Sala de Conciertos y recibe el Premio Nobel de manos del rey Gustavo V. Hace 80 años: hace casi un siglo, hace tan poco. Chile aún no le ha otorgado el Premio Nacional.
“¿qué significa celebrar esa gloria mientras otra Gabriela, nacida en esta misma tierra, murió sin justicia un septiembre cualquiera? ¿Qué país puede sostener esa doble narración sin quebrarse?”
Su discurso —“mi pequeña patria”, “los niños desvalidos de América”— recorre el auditorio. Aplausos, fotografías, cables internacionales. Es la primera latinoamericana en recibir el galardón. Décadas más tarde, su rostro quedará fijado en el billete de cinco mil pesos: símbolo de una nación que gusta imaginarse culta, justa y moderna. Se enseña ese instante como una prueba de la grandeza de este país. Pero actualmente ¿qué significa celebrar esa gloria mientras otra Gabriela, nacida en esta misma tierra, murió sin justicia un septiembre cualquiera? ¿Qué país puede sostener esa doble narración sin quebrarse?
Las preguntas no son menores: ¿qué memoria de mujer es digna de archivo, de ritual estatal, de solemnidad institucional? ¿Qué memoria queda relegada a ser una nota policial que se diluye con los días? ¿Por qué fundamos todo en la centralidad del éxito? ¿Por qué convertimos la excepcionalidad en la única vía legítima para recordar? ¿De qué manera nos enseñamos —desde las aulas hasta la prensa— que el fracaso no merece ser memoria sino omisión?
¿Puede un país decir que honra a sus mujeres si solo rememora a las que triunfan?
Y es que este logos —esta maquinaria de sentido— no es renunciable: desde un inicio, nuestra cultura se ha articulado en torno al verbo, al relato, y la forma en cómo se organiza la historia de lo humano. Esta imaginería discursiva no se puede soslayar, pues siempre se ha tratado del verbo y su posición como principio más allá que incluso lo principiado. Sin embargo, al pensar en el relato, ¿bajo qué principios se orienta el sentido del obrar humano? ¿Qué queda fuera los márgenes narrados? ¿Cuáles son los costos éticos de esa administración simbólica?
“la violencia nace y se desnuda desde lo más doméstico, que puede haber monstruosidad por el reverso de todos.”
Ambas Gabrielas se colman en su edificación discursiva: una elevada como ícono cultural y diplomático; la otra, despojada, expuesta, revictimizada, apenas sostenida por la memoria de su familia y por la convicción persistente de algunas organizaciones feministas como ATA, en San Fernando. Pero ¿cuál es esa otra Gabriela?
Recordemos:
Es 2012 y el mundo aún no se acaba, al menos no para todos, los Mayas se equivocaron. Es agosto de 2012 y en marzo de ese mismo año el caso de joven Daniel Zamudio había estremecido el plano nacional, se había expandido su nombre a lo largo de todo el país por medio de las reverberaciones mediáticas. ¿Esvásticas? ¿Zamudio fue asesinado por neonazis? No vertebra lo suficiente al entender que la violencia nace y se desnuda desde lo más doméstico, que puede haber monstruosidad por el reverso de todos. En ese mismo año, pero en la región de O’Higgins, en San Fernando, el sol se perdía desde la seis de la tarde y la ausencia de luz se expandía sin bordes por todas las calles.
Es 2012 y ella se llama Gabriela Marín: educadora de párvulos, veinte y tres años, madre de dos hijos. Va a un cibercafé cerca de las líneas del tren. Ese trayecto cotidiano, ese segmento minúsculo del día, se transforma, en minutos, en un escenario inesperado. Un hombre la somete, le tapa la boca, silba para llamar a sus aliados. Otros dos llegan. La llevan hacia un punto apartado entre las vías. Abusan sexualmente de ella. La torturan.
Gabriela logra escapar. Gabriela llega a su casa. Gabriela habla. Gabriela denuncia. Reconocen a los culpables. Y entonces aparece el Estado: un fiscal que lee rápido después de ver un partido de básquetbol, un funcionario que revisa pruebas clave y las desestima, una investigación mal conducida, una declaración final que parece un gesto mecánico: “no hay antecedentes suficientes” (Revista Paula). Los dejan libres. Gabriela queda expuesta a la mirada de todos, pero sin la protección de nadie. La vulneración se cosifica en una mujer que es abandonada frente al escrutinio social; a un sistema judicial que debía ampararla y que, en cambio, la revictimiza con indiferencia burocrática.
“Hoy se aprecia en murales pintados por activistas, en marchas feministas, en pancartas que la rescatan como un recordatorio incómodo: Chile decide qué memorias merecen dignidad. Porque la memoria, cuando es administrada, deja de ser un ejercicio de verdad para convertirse en una operación política. Un país que sitúa al rostro de Mistral en su billete pero no logra conducir un juicio justo para Marín no está honrando a sus mujeres: está gestionando su imagen.”
Los días pasan y los culpables continúan libres. Gabriela solicita ser internada en el hospital de San Fernando. Existe una necesidad de aislamiento. Ella lo pide. Le responden que no hay camas disponibles. Y es, quizás, esa sentencia la que lograr resumir la distancia entre el relato oficial de un país que se enorgullece de sus mujeres y la realidad concreta que las desampara.
Un mes después, el 6 de septiembre de 2012, Gabriela se suicida en su casa. Mujer. Veinte y tres años. Dos hijos. La carta que dejó —“Perdóname . . . Te pido que esto no se quede así” (Revista Paula)— la encontró su hermano Juan de 24 años.
La prensa apenas retuvo su nombre. No hubo editoriales indignadas. No hubo discursos ministeriales. No hubo cadenas nacionales ni homenajes. No hay amigos para el fracaso. Su memoria quedó encriptada al silencio institucional. Hoy se aprecia en murales pintados por activistas, en marchas feministas, en pancartas que la rescatan como un recordatorio incómodo: Chile decide qué memorias merecen dignidad. Porque la memoria, cuando es administrada, deja de ser un ejercicio de verdad para convertirse en una operación política. Un país que sitúa al rostro de Mistral en su billete pero no logra conducir un juicio justo para Marín no está honrando a sus mujeres: está gestionando su imagen.
“Una encarna el país que se exhibe en los actos cívicos; la otra, el país que se esconde detrás del pizarrón. Y así funciona nuestra pedagogía nacional: se enseña a recordar aquello que prestigia al curso y a borrar del cuaderno lo que incomoda.”
Las dos Gabrielas se leen como semejantes a las preguntas opacas que se enuncian desde una prueba escolar: interrogantes que se disfrazan de simpleza, pero que obligan a reflexionar sobre qué se evalúa realmente. Una encarna el país que se exhibe en los actos cívicos; la otra, el país que se esconde detrás del pizarrón. Y así funciona nuestra pedagogía nacional: se enseña a recordar aquello que prestigia al curso y a borrar del cuaderno lo que incomoda. La memoria se armoniza como una pauta de corrección que reparte puntos, bonificaciones y omisiones. A una Gabriela se le otorga posteridad; a la otra nada. Esa distribución desigual del recuerdo no es azar ni superflúa: es un proyecto cultural que define quién merece ciudadanía simbólica y quién queda fuera de la hoja de respuestas. Chile rinde siempre la misma prueba. Y casi siempre la aprueba con honores.
La distancia entre ambas Gabrielas no se atrinchera únicamente en lo temporal: es una longitud política, ética, estructural.
Por tanto, la pregunta para la prueba no es sobre literatura ni sobre historia. Es, más bien:
¿qué nos dice más sobre Chile?
¿El discurso en Estocolmo o la carpeta judicial archivada?
(Ojo, Piojo: respuesta abierta, puntaje máximo).
Referencias bibliográficas
Revista Paula. “Por qué se suicidó Gabriela.” La Tercera / Paula, día mes año, https://www.latercera.com/paula/por-que-se-suicido-gabriela/.
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